martes, 24 de mayo de 2011

Me toca ser feliz


Guardé mis sentimientos en un cajón y escondí la llave en el rincón de mis recuerdos para que nadie accediera a ella, para que nadie conociera mis debilidades ni mis carencias. Me protegía tras un tupido velo que dejaba entrever que mi imagen sólo era fachada, algo en mí seguía oculto. Tardaron varios meses pero obviamente encontraron esa llave, sólo tuvieron que indagar en mis últimas divagaciones verbales para recoger pistas de su localización.
Abrieron el cajón.
Pensé que en estos ocho meses de parsimonia me había hecho más fuerte, que había olvidado a todos mis monstruos del pasado pero me equivoqué; sigo siendo frágil aunque con una gran diferencia, ahora soy realista, optimista y más madura. Ahora es cuando lucho por lo que quiero sin desistir en el primer intento, cómo bien dice la canción “lo veo todo más claro, más fácil”. Y sí, sigo siendo hipersensible pero ¿acaso es malo? Vale, no contestéis...
Desapareció el miedo.
Como dijo aquel refrán tan famoso “el que algo quiere algo le cuesta”. Los miedos no te dejan avanzar y menos cuando provienen de otros, porque bloquean tu acercamiento y la impotencia te invide, pero yo me deshice de los míos, ahora quedan los suyos. No obstante, confianza en mano avasallo a esas personas que con sus temores muestran sus puntos débiles. Analizo cada uno de sus detalles, discierno en sus almas y comienzan a tener miedo de mí pero sé que no les haré daño, ya no. Es la hora de dibujar sonrisas en sus caras, de grabar momentos felices en sus vidas y enseñarles que todo tiene su lado positivo si lo buscan.
Me embarco en una nueva travesía.
Esta es la historia de mis últimos días, el principio de algo cuyo fin sé que tendrá una gran enseñanza para el desarrollo de mi persona, ya sea el resultado esperado o no. 
Lucharé y sobreviviré. No prometo vencer porque la victoria no siempre depende de uno.

sábado, 7 de mayo de 2011

Carta de amor - Y decirte "Te amo"


A LA ATT. DE ARTURO GAVILÁN 
C/ San Valentín, nº 14
 29647 | Málaga 

 Querido Arturo, dicen que nunca es tarde para decir lo que sientes. 

¿Recuerdas cuando nos conocimos? Apenas teníamos siete años. Te vi en el patio del recreo sentado solo en aquel columpio viejo y oxidado; no te balanceabas, permanecías inerte; tenías una mirada perdida, quizás pensativa, tan profunda que llamó mi atención y no pude evadir ese sentimiento de empatía. Me acerqué por curiosidad y me senté a tu lado sin pronunciar palabra. Una sonrisa recíproca y sincera bastó para crear un vínculo de amistad inmediato que nunca se rompería, una complicidad inexplicable que escapaba a nuestro propio entender y aún sigue escapándose. 
Con el paso del tiempo forjamos un lazo afectivo irrompible, éramos dos en uno, no nos hacía falta hablar para saber lo que pensábamos, con una mirada lo decíamos todo. 
Los años pasaban y nuestros cuerpos y mentes maduraban. Tú, sumergido en innumerables relaciones esporádicas que no acababan de cuajar, no te llenaban y no sabías el por qué; yo, retraída en mi mundo de celos por ti, me gustabas y tenía que conformarme con ser el hombro en el que llorabas tras tus numerosas rupturas. 
Sabes, pasó toda nuestra adolescencia y no te hice ver que te amaba, pues tenía miedo de besarte y que me rechazaras, que me besases y me gustara, tenía miedo de querer más de ti y que te alejaras, que se acabara nuestra conexión y desaparecieras de mi vida. Seguían pasando los inviernos y mantenía reprimidos mis sentimientos hacia ti. A veces imaginaba que te sucedía lo mismo que a mí, que no dabas un paso adelante en nuestra relación por miedo a estropearla y perderme como amiga, que eludías los besos en la comisura por miedo a desviarlos hacia mis labios. Sí, eso creía y deseaba. 

Hace un par de días me levanté de la cama eufórica. Tenía la necesidad de gritar a los cuatro vientos que estaba enamorada de ti, además, se acercaba San Valentín y ambos estábamos solteros y sin compromiso. No lo pensé dos veces; cogí el teléfono y te llamé con la excusa de cenar juntos el 14 de febrero para celebrar los veinte años de nuestra bonita amistad, una mentira piadosa para pasar contigo ese romántico día y decirte “te amo”. 

Y por fin llegó el día. Mis nervios comenzaron a aflorar sólo de pensar en esa cena tan especial, tú y yo solos con la única compañía de las velas y la luna llena. Llegó el momento. Entusiasmada saqué toda mi ropa del armario para decidir qué galas iba a lucir. No te rías de mí, pero me sentía como una niña a la espera de su primer encuentro amoroso, con ese brillo especial en los ojos y los nervios a flor de piel. 
Cayó la noche y por fin escogí lo qué llevaría puesto para nuestra primera cita; un vestido ajustado de color rojo, unos tacones de salón, un reloj dorado y una americana beige. Estaba ansiosa por escuchar el timbre que anunciaría tu llegada... De repente sonó el teléfono, ese maldito teléfono. 

He aquí el que iba a ser mi gran día, vestida de luto y con el lápiz de ojos corrido. Ese conductor borracho no frenó a tiempo, dice que no te vio. He tenido que presenciar cómo desaparecías entre la tierra y el mármol, cómo te arrebataban de mi lado y cómo perdía una parte de mi esencia para darme cuenta de que dejé pasar demasiado tiempo. Sobre tu tumba yace inmóvil mi alma arraigada en tu recuerdo. Apenas me quedan fuerzas para escribir estas últimas palabras de despedida, las pastillas me están haciendo efecto y a duras penas puedo mantener el bolígrafo sobre el papel. Mis ojos se cierran poco a poco y mi cuerpo desvanece lentamente en el frío mármol que oculta tu efigie. Ha llegado la hora, pronto volveré a estar junto a ti y al fin podré decirte “te amo”. Porque ni la fría muerte logrará separarnos. 

Tu amada amiga.

domingo, 1 de mayo de 2011

La última noche


Es una noche como otra cualquiera, monótona. Camino por los suburbios de la antigua ciudad de París rodeado de mafias, prostitución e indigentes que me agarran de la mano rogando su salvación.
Prometí dejarlo, dejar mis vicios de sexo y drogas, dejar de visitar esos antros donde la oscuridad y el anonimato son mis únicos acompañantes. Sí, prometí que esta sería la última noche, me despediría de esas almas enfermizas que aclaman mi cuerpo día tras día. Se lo prometí a mi mujer y a mis hijos.
Entro en Babylon como de costumbre pero esta vez el nerviosismo me invade por completo, parece haber cambiado todo; la estética del lugar ha adoptado un aspecto más siniestro si cabe, un aspecto que deja entrever que el sitio no es apto para cardíacos.
- Si entras, no podrás salir. – Me susurra al oído la nueva recepcionista.

Al oír esa voz mis pupilas se dilatan y comienzo a sentir cada latido de mi corazón. Algo no va bien. A pesar de mi desconfianza sigo adelante por este pasillo alumbrado únicamente por antorchas doradas que desprenden un calor abrasador. Llantos y gemidos acompañan el sonido de mis pasos que asustados tropiezan con cada escalón de la estancia.
Llego al final y una sala rodeada por espejos me da la bienvenida, en medio, una gigantesca alfombra roja repleta de personas que se mueven al unísono. Me acerco para unirme a esa gran orgía de sodomía por última vez, pero mis pies se hunden en el suelo, un lago de sangre invade mi ropa que comienza a teñirse de rojo. De repente, siento una mano en mi hombro, me giro y atónito caigo al suelo; soy yo. Estoy en el infierno. Intento recordar los últimos días de mi vida pero todos mis recuerdos empiezan caminando por el barrio de Pigalle y terminan en este mismo lugar, este maldito lugar. Soy prisionero de un bucle que no comprendo. Apoyo las manos en el suelo para intentar incorporarme, pero siento un dolor intenso que bloquea toda posibilidad de levantarme; me duelen las muñecas que parecen estar cortadas.